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viernes, julio 9 

08. PEQUEÑO ARREBATO DE LOCURA

Mario no olvida las burlas y las palizas. Quizá lo intenta pero no puede, aún le duele el alma y el rencor, guardado en lo más profundo, trata de salir a flote al más mínimo rasguño emocional. Mario quería ser médico pero, ¿Quién diablos tomaría en serio a un doctor enano deforme? le comento sarcástica su madre cuando se entero del sueño idiota de Mario.

Doña Nora, Norita como la llamaban los vecinos, era un arpía cubierta de chales y mirada vidriosa, amenazante. Tan hipócrita y cruel, era capaz de disfrazar su odio maternal persignándose diariamente en la iglesia del barrio para luego maltratar a ese engendro al que se resistía en llamar hijo. Aquel que le destrozo la matriz y de paso, mando a la fregada su matrimonio con Pancho, el amor de toda su vida. ¡Ay, su Pancho! Cómo lo extrañaba, como deseaba sus caricias y sus abrazos de macho, sus besos con sabor a tequila y hasta la ocasional golpiza; el sentirse suya y sentirlo suyo, los dos juntos en aquel viejo catre en el que ahora maldecía su fría soledad.

Su relación con Pancho termino el mismo día en que nació aquel niño deforme; avergonzado y herido en su orgullo, Pancho no pudo soportar la mirada de ese ser tan feo como incompleto y echándole la culpa de aquella maldición a Norita, se fue de aquella casa para nunca volver. Años de ausencia, años infames en los que Norita tuvo que cargar sola con la cruz de aquella derrota y las miradas indiscretas de los vecinos. Años de aguantar los murmullos y cuchicheos, de "Mira, que feíto esta el enanito". Lo cierto era que Norita detestaba a Mario por la mueca grotesca en la que su boca se convertía cuando intentaba sonreír, por su andar estúpido como arrastrando los pies, por ese bracito de mono de peluche y esa enorme cabeza despeinada, por su hablar quedito y por mirarla insistentemente con sus ojos desiguales.

Arreglándose para salir a trabajar, Mario recuerda que siempre hizo hasta lo imposible por congraciarse con su madre; le ofrecía ayuda con sus manitas regordetas mientras sonreía inquieto, mostrando sus dientes grandotes como de mazorca. Nunca fue un niño problema y evitaba causarlos o hacer alguna travesura que desatara el enojo de su madre. Pero eso nunca fue suficiente, bastaba una palabra mal entendida o un gesto dudoso para que Mario se enfrentara a la descarga de su madre furibunda. "Ya no me pegues, mamacita" repetía una y otra vez mientras iba contando los golpes. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco... hasta que aquella máquina de ira endemoniada agotaba su frustración. Norita se justificaba. "¡Cachimbas! Este niño mío sólo a golpes aprende, no entiende con palabras" decía falsamente afectada ante los reclamos velados de los vecinos.

Ahora, Mario es casi feliz. Los años de encierro no fueron nada comparado con el sentimiento tan bonito que supuso liberarse de aquellos golpizas maternales que lo trastornaron por tantos años. Mario no se arrepiente y sabe que los niños lo aguardan con sus ansias infantiles, con esa ingenuidad que perdona mil defectos y que, de hecho, se ríen divertidos con sus disparates; ellos no lo ven como un ser extraño y realmente no les interesa su pasado. Eso lo hace mucho más feliz porque no tiene nada que ocultar, nada de que arrepentirse. En el espejo, Mario termina de verificar que todo en su colorida apariencia este correcto. Espera la orden de salida para enfrentar al monstruo de cada día y sonríe al escuchar los aplausos cuando el animador grita con entusiasmo: "Con ustedes, ¡EL SEÑOR BOLITAAAAAAA!".


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revisión 2004: El personaje de un relato que leí en un fanzine meets a very old mexican joke. Violencia intrafamiliar, traumas infantiles y esa presión social por dar o presentar la mejor cara. Mi idea de un relato costumbrista (o algo así).